Me imagino llegar una mañana muy fría al aeropuerto de México, con tan solo una mochila y un abrigo para la lluvia, una señora me pregunta porque ando tan cubierto si estamos en verano, yo le digo que soy muy precavido, que nunca se sabe cuando te puede caer una gripe fulminante, sobre todo si esa persona convive con la gripe al menos treinta cinco veces por año. Otra chica muy linda me da un folleto de los mejores hoteles de la ciudad, yo le pregunto cuales son los mejores puentes de la ciudad, ya que no tengo mucho dinero y probablemente me vaya a dormir debajo de alguno de esos puentes. Ella solo me sonríe un poco nerviosa y me dice: “Bienvenido al DF caballero”. Al fin pude llegar.
Tomo un taxi, pero cuando me pregunta a donde me va a llevar, no sé que responderle, no tengo ni la más remota idea por dónde empezar. Solo le pido que me deje en la Plaza Garibaldi, me habían hablado muchas cosas interesantes de ese lugar. Estando ya en la plaza me siento en una de las bancas, la que está frente al bar “Tenampa”, busco en mi mochila unos chocolates “Sublime”, me los devoro como si fuesen los labios de una chica bonita, una niña se me acerca curiosa viendo la envoltura de mi chocolate, yo muy amable saco otro “Sublime” de mi mochila y se lo regalo, nadie se puede quedar con las ganas de probar semejante delicia.
Después del “pequeño desayuno” me dispongo a tomar un lápiz y un papel y retratar todo lo que veo a mi alrededor, empiezo a describir lo que parece un día tranquilo en el DF, los niños jugando cerca al monumento del mariachi, los jóvenes enamorados que se dejan dibujar por un pintor con aspecto de vagabundo, los tíos de buena voz que se lanzan a cantar en medio del sonido de las trompetas. Todo parece en orden, siempre viajan en manadas y muy despacio, el único tipo solitario soy yo, pero de eso se trata esta historia. Cae la tarde y mi estomago ruge un poco, es el hambre que se asoma. Cuento las monedas en mi bolsillo y entiendo que me alcanza para unos buenos tacos. Hay un restaurante pequeño saliendo de la calle Allende, al entrar me acerco a la señora Felipa y la llamo por su nombre como todos los comensales, quizás así no sospeche que soy extranjero, le pido que me cocine unos buenos tacos y escojo la mesa que tiene vista a la calle para distraerme un poco mientras espero, viendo a las chicas guapas que pasan, tan bellas como en las telenovelas que miraba de chico. Me he pasado media vida en mi país viendo telenovelas mexicanas, todas llenas de chicas lindas pero a la vez idiotas, siempre preocupadas en conquistar a su hombre a toda costa, utilizando las tretas más sucias e impropias, nunca se dan cuenta de que su hombre es aun mas idiota que ellas y que no vale la pena tanto esfuerzo. Todas las novelas tratan de lo mismo, el galán debe decidir entre cuatro o cinco chicas lindas para casarse, en cambio las chicas lindas solo tienen dos para escoger, donde uno de ellos es un villano asesino (que difícil decisión verdad?).
Mis tacos ya están listos y son de lo mejor que he probado en el día, teniendo en cuenta que solo tengo un chocolate “Sublime” en el estomago. Es hora de salir a conocer más lugares, me han hablado de la Plaza Central o el ZOCALO como lo llaman ellos, donde está el MUSEO DEL TEMPLO MAYOR y las obras de Diego Rivera. Desde que empecé a leer la historia de Frida y Diego Rivera, mi sueño era ver sus pinturas en vivo y en directo, ser cómplice de ese dolor que habrá sentido ella al plasmar sus memorias sobre su lienzo. Lo bueno de México es que no tienes que pagar mucho para entrar a un museo, algo que en mi país no es muy común. Creo que extrañare este lugar cuando me marche, siento que ya lo estoy extrañando.
Cae la noche y llego al Zocalo, su iluminación es fabulosa, veo la Catedral. No puedo dejar de asombrarme, me siento frente al Palacio Nacional, mientras saco un papel en blanco para ponerme a escribir. Una mujer muy linda está sentada a mi lado, me pregunta qué cosa escribo, le digo que solo soy un aficionado, que tengo un blog y trato de redactar cada detalle vivido para que los que gusten puedan leerme. Ella me miro con ternura, como si estuviese frente a un niño con juguete nuevo. Me preguntó cómo me llamo y de donde era, le digo mi nombre y también que soy de cualquier parte, que el cielo azul es mi patria y la brisa leve es mi casa. Ella me dice: “Tu nombre se me hace conocido, pero ya no recuerdo muy bien, ha pasado tanto tiempo”. “Si ya lo olvidaste, quizás no sea nadie importante” le dije mirando sus gestos de confundida, pero ella solo pude decir: “Tu que sabes, no estuviste ahí”.
Conversamos un poco de la historia de México, de sus antepasados aztecas, de su gente tan acomedida, sus monumentos y celebraciones patrióticas. Caminamos por la Plaza cuando empieza a caer el aguacero, ninguno de los dos se detiene, seguimos la plática mientras se va formando un charco a nuestro alrededor, bajo nuestras pisadas podemos ver el reflejo de lo que ha hecho el tiempo. Ella está muy linda, con el cabello sujetado hacia atrás y algunas raíces que se van agrisando, yo estoy con el rostro arrugado y una calvicie que ya anda por su fase terminal. Han pasado veinte años desde la última vez que me vi sonreir en el espejo.
Ya era casi las doce y teníamos que despedirnos, ella tiene un esposo y dos hijos preciosos que la esperaran en casa, yo solo tengo un puente muy exclusivo que me cobijara esta noche. Ella me mira todavía extrañada, como si mis ojos le dijeran que no es la primera vez que nos hemos encontrado, pero ya no puede reconocerme, la vida ha seguido su curso dejando que la memoria oculte sus secretos más profundos. Se acomoda el cabello y me dice: “adiós Omar, fue un gusto conocerte”, yo la miro alejarse poco a poco, como se va alejando la vida y solo termino susurrando: “Adiós y hasta siempre… mi Tangamandapiana”.